Relato 19: Paisaje después de la batalla


Relato compuesto de retazos de mi infancia.



A principios de los años 70, los niños y niñas de mi vecindario, por pequeños que fuésemos, gozábamos de libertad absoluta en aquel territorio, compuesto por campos de almendros, arboles frutales y huertas, que aparecían en terminar las ultimas casas. Por aquel interminable territorio pasábamos horas, pero el que realmente sentíamos como "nuestro" era una colina que había detrás de la conocida como "antigua fabrica de la luz". Hacia allí nos lanzábamos sin miedo a caídas o rascaduras, hasta alcanzar las dos “cuevas” situadas detrás de la antigua fábrica. Una de las cuevas  era la guarida de los niños. La otra de las niñas.

Los niños, teniendo que demostrar temeridad y bravura para cumplir con los cánones establecidos en aquellos tiempos, se echaban a tierra imitando el serpentear de una lagartija, para adentrarse por la boca de su cueva, y ya en el interior, lanzar gritos, o rebuznos, según se terciara la tarde y el personaje, que nosotras oíamos con una mezcla de risas y espanto desde la boca de la segunda cueva, de total propiedad femenina. 
Como las dos cuevas se comunicaban, al poco te veías asomar una cabecita polvorienta, acompañada de unos ojos brillantes y una sonrisa vencedora. Allí salía un niño del barrio. Al que le dejábamos paso, ajenas a aquella temeridad, que la verdad sea dicha, nos asombraba lo justo, en creernos bien poco aquello sobre las culebras y alacranes que los niños nos decían haber visto recorriendo el corto pasadizo secreto. 
Mientras tanto nosotras, también siguiendo los patrones de la época, andábamos ocupadas imitando escenas en blanco y negro, vistas en la televisión de aquellos años, de la serie Los Picapiedra. 
Nuestra fantasía sobrevolaba la colina, que en nuestras mentes se convertía en un poblado prehistórico, donde cada saliente rocoso se convertía en asientos, despensas, mesas, camas, vehículos… desde las que organizar la vida de aquel poblado, ajenas al trapicheo de los chicos, ocupados en continuas pruebas de valor. 
Nosotras entreteníamos el tiempo en encontrar piedras que se pareciesen a platos, cazuelas, morteros… incluso que imitasen la forma de pequeños dinosaurios, convertidos en mascotas que bautizábamos como Dino, el perro de Vilma y Pedro Picapiedra. Solíamos también recoger frutos pequeños, flores, hojas…  que machacábamos hasta convertirlos en menús para la familia prehistórica formada por aquel puñado de hijos e hijas de campesinos, de un pueblo cercano al Mediterráneo. 

Han pasado 50 años. Y tras más de dos décadas semi alejada de mi pueblo, en regresar, he visitado algunos sitios de mi infancia. Como suele suceder cuando haces semejante temeridad, la mirada, transformada por los golpes de la vida, no te aporta la visión que tu esperabas. Siempre, siempre, esa realidad actual es peor que la fantasía que guardas en tu recuerdo.
Hoy he regresado al territorio prehistórico, y no lo he encontrado, aun estando allí, de pie sobre el mismo lugar. lo observaba pensando que era un paisaje perdido, arrasado tras la batalla. Aquella colina ha sido engullida  por una montaña desordenada de “figues paleres” (higos chumbos) y malas hierbas. A duras penas he podido encontrar la boca de aquellas dos cuevas, separadas una de otra solo por unos metros. Nada queda de aquella visión, aún con tintes dorados, que se guarda bajo llave en mi retina infantil.
El paso del tiempo, en extremo goloso, devora las vivencias de generaciones, que nunca quedaran como festín para las siguientes. Esas generaciones posteriores jamás podrán imaginar el mundo fantástico que aquella cuadrilla inventamos. Como nosotros nunca pudimos imaginar otros mundos creados por generaciones anteriores a la nuestra. 

Observando aquel desastre y tratando de inmortalizarlo con unas fotos, me he detenido un momento, al recordar cómo hace unos meses, cuando fui a comprar a la cooperativa agrícola san isidro, pegada a la parte trasera de aquella colina a las afueras del pueblo, me percaté que la puerta trasera de ese gran almacén, daba a la parte posterior de nuestra colina prehistórica. Me deslicé hasta allí, saliendo al exterior. No pude husmear mucho porque enseguida alguien me llamó preguntándome qué es lo que necesitaba. Antes de hacer el pedido murmuré con una sonrisa de disculpa: quería ver si desde ahí se divisaban unas cuevas en las que jugaba de pequeña. El dependiente me sonrió, yo pensé que quizás él también correteó por allí. Pero lo que me sorprendió fue escuchar, por primera vez en mi vida, lo siguiente:
-         - No eran cuevas, sino lo que quedaba de unas trincheras o escondrijos, que escavaron los soldados en la guerra civil, mientras vigilaban desde allí, seguramente para proteger la fabrica de la luz que había a escasos metros, ten en cuenta que era un punto de interés que bombardear en la guerra. 

Esa frase no ha dejado de perseguirme desde entonces.
Guerra civil. Trincheras. Excavaciones. 
Como otras que me mostró Daniel en una ocasión, perdidas en la falda de una montaña pegada al pueblo, que controla la carretera que sube hacia los pueblos del interior…. Pero estas otras trincheras, más parecidas a cuevas, seguramente servirían para protegerse de la intemperie durante las horas de vigilancia del ir y venir de la gente hacia el campo, de la seguridad de la fábrica de la luz, o del control, allá a lo lejos, del movimiento de la franja litoral. 

Incrédula. Así me quedé entonces. Sorprendida de no haber sabido nunca el origen de esas, para nosotros, nosotras, "cuevas"… Cavilosa de todo aquel silencio al respecto. Por tantos años. Pensando en ello me digo que jamás pensé, cuando yo me imaginaba ser Vilma la de los Picapiedras, que aquello en su día fueran unas trincheras de guerra.  
El silencio. El querer olvidar. El miedo a las preguntas. 
Seguramente aquellas fueron las razones por las que nunca nadie nos habló de aquel detalle. No eran cuevas. Y la cruel y horrible razón que las hizo nacer. 







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