RELATO 6: Ave Fénix 2000





Finalista concurso año 2000, Las Mujeres Cuentan  de la Generalitat Valenciana. 



Observando el serpenteante y continuo destello de  las luces  de nuestros coches, vistas  por  de­trás, las comparo a cuencas de un largo collar de rubíes. De frente, se asemejan más a un collar de perlas. Las contemplo desde la rotonda que va hacia Borriol, a lo le­jos me espera  la que me unirá  con los coches que suben de Castellón o llegan  desde  Onda. El reloj de mi Peugeot marca las cinco y media de la madrugada.

El primer día que me puse a trabajar, pensé que seríamos pocos los locos que a esas horas transitábamos por carretera, en lugar de estar todavía durmiendo. Pero al conectar con la carretera que sube a Alcora quedé sor­prendida. Circulábamos centenares de vehículos, con sus conductores somnolientos, aún con el sabor de un café mañanero en la boca.
Bostezo, pongo un poco más de volumen en la radio. Intento despejarme. He dormido mal. Hace días que sueño con mi abuela y hoy se ha incorporado a nuestro encuentro nocturno mi bisabuela. ¿Algún mensaje des­de el otro mundo?. Sonrio. ¿Qué intentarán decirme ahora?. La última vez que me acompañaron en sueños durante varias noches, fue cuando encontré el trabajo. Quizás me ayudaron a conseguirlo. Lo cierto es que ne­cesitaba toda clase de ayuda, hasta la extraterrenal.
Yo no sé si existen espíritus, pero sí certifico que si no fueron fuerzas del mas allá, sí al menos las enseñanzas de mi bisabuela y abuela me dieron el valor y tozudez suficiente para seguir adelante en la ardua tarea de encontrar un empleo. Empresa dificil, si se tiene en cuenta que no poseo estudios superiores, rozo los cuarenta años y tengo tres hijos. ¿Quién querría contratarme a mí?. Pero no he de irme por las ramas, para ser más comprensible empezaré desde el principio.
Hace tres veranos nos trasladamos a vivir a Castellón. El primer día el piso era un amasijo de cajas repletas de enseres y muebles desordenados. Por ello no tuve tiem­po para añoranzas, tal era mi desesperación en poner orden tras la mudanza, ni cuenta me dí de que una importante y nueva etapa comenzaba en mi vida. Ya en Septiembre, cuando mis hijos fueron al colegio e institu­to y el piso estuvo presentable... me puse en marcha.
         
Una de las muchas razones por las que convencí a mi marido de que aquel traslado a la capital era necesario, es que yo tenía más posibilidades de encontrar un tra­bajo que me reincorporase al mundo laboral después de varios años de estar en casa, desde que cerré la tienda y me dediqué a la crianza de hijos. Así pues una mañana me fui al INEM. Nunca había entrado a una oficina de empleo y la verdad, no fue una experiencia gratificante. Como tocada por una inhumana varita mágica dejé de ser una mujer cargada de ilusiones y proyectos para convertirme en una tarjeta con datos para la estadística y un nú­mero de serie. Allí, haciendo cola y esperando a que me tocase el turno, me sentí invisible entre el inmenso reba­ño de seres humanos con idéntica meta. Aquella señori­ta de buenos modales, sentada tras la mesa de su des­pacho ofreciéndome una impersonal sonrisa, me bombardeó a preguntas logrando empequeñecerme sobre mi asiento. De qué poco servía actualmente mi modesto título de auxiliar administrativo,  ahora que cualquier trabajo habia de pasarse por ordenador; y qué poco impresionaba mi elemental francés, ahora que el inglés y alemán eran los idiomas dominantes en la comunidad europea. Para nada se me preguntó de mis posibles méritos personales, las preguntas me parecieron cruelmen­te materialistas, capaces de pulverizar la seguridad de cualquier persona medianamente normal.
Salí de la oficina teniendo una visión muy diferente de la que has­ta una hora antes había tenido de mí. ¿Cómo pude ni por un momento pensar que a mis años y con tres hijos lograría hacer lo que cuando tuve dieciocho años no fui capaz de llevar a cabo? ¿Acaso no comprendía que no se puede dar marcha atrás, que la vida es tan egoís­ta que pocas veces te ofrece el regalo de una segunda oportunidad?.
Respiré hondo, me envalentoné, tragué el nudo amar­go que me estrangulaba la garganta y me dije que no pararía hasta encontrar un trabajo que me realizase como curranta y de paso me aportase cierta independencia económica, que nunca viene mal.
Los días siguientes fueron vertiginosos, visité el SEPI, el Instituto de la Mujer, el Ayuntamiento, Diputación, Asuntos sociales... en todos los sitios me atendieron perfectamente, pero claro, en sus manos no tenían la ca­pacidad de obrar milagros. Comencé pues a ojear periódicos, lo que más abundaban eran ofertas de comerciales en venta directa o chicas para clubes de alterne. Descorazonador.
Me enteré de que existían empresas de trabajo tem­poral. A ellas me dirigí. Necesitaban mis datos y una foto reciente. Aquello fue la gota que colmó el vaso. Veréis... hice la insensatez de entrar en una cabina de esas que pones varias monedas y en un tris-tras te fotografian. El resultado fue catastrófico. ¿Era yo aquella persona que contemplaba en la tira de fotos?. Imposible. Allí se reflejaba una mujer con ligera papada, ojeras, in­cipientes arrugas e insegura sonrisa ¡Si casi parecía una fotografía sacada de un fichero policial!. Me impactó, y de qué manera... Sólo volver a casa me miré en el espejo en el que me contemplaba todos los días sin ningún titubeo, pero esta vez me observé con otros ojos, críticos, desleales, crueles. Pero todavía fui capaz de sobrepo­nerme lo suficiente para presentarme hasta aquellas ETTS y contestar a varias preguntas rutinarias: estudios, edad, estado, experiencia, número de hijos... Tenia la sensación de que mis respuestas me ayudaban a conse­guir un certificado de garantía para una larga, larguííííí­sima permanencia en la lista del paro. ¿Cómo un empresario apostaría por mi cuando abundaban tantas veinteañeras ansiosas de su primer empleo, condecora­das de múltiples y dorados títulos universitarios y sin cargas familiares?.
Qué mal me sentí por unos días. Yo, la optimista de la pandilla era engullida por una galopante y recién estrenada depresión.

Las semanas pasaban y nada extraordinario sucedía. Cuando me enteraba de algún trabajo, con ser regular ya se me habían adelantado y si llegaba a tiempo, era tan pésimo que debía rechazarlo.
Una tarde fui a pasear por el parque Ribalta, muy cer­cano a mi nueva vivienda. Mi hijo pequeño echaba pan a las palomas mientras yo trataba de aclarar mi caos mental.
 Mi mirada resbaló entre la arboleda, hasta que de pronto lo vi allí, quieto, observándome descarada­mente.
De momento no tuve la suficiente sensibilidad para comprender qué me gritaba él desde su silencio de décadas y lustros, pero luego entendí sus palabras de piedra.
 Ante mí se alzaba todavía majestuoso aquel tem­plete que adornaba un rincón del Ribalta. Súbitamente, como si de un turbulento flash se tratase, me vi con once años en la excursión que hice a la capital como repre­sentante de mi pueblo, participando en un concurso de dibujo patrocinado por la Caja de Ahorros, donde se nos pedía que pintásemos un paisaje del parque. Yo elegí el templete rodeado de enormes árboles. Quien me diría entonces, que pasadas casi tres décadas, viviría a esca­sos metros de allí y mis tres hijos pisarían diariamente la tierra del paseo para dirigirse al colegio o instituto.
El templete me habló aconsejándome que para saber quién era en aquel caótico presente y hacia dónde debía diri­gir mi futuro, primero debería de recordar y sobre todo, valorar, de donde provenía.
Me entró tal estado de excitación que regresé al piso inmediatamente, desoyendo las protestas de mi hijo reclamando un alargamiento del paseo.
      Me senté delante de mi escritorio e hice lo que había olvidado por unos meses: escribir enfebrecidamente. Pero ahora no era para inventar heroínas capaces de sobrevivir a todo tipo de desastres, bellas protagonistas que serian recompensadas con un amor tan sublime que sólo podía existir en el mundo imaginario de la literatura, y que a mí me ayudaban a sobrellevar el aburrimiento de la vida rutinaria.
 No, ahora si escribía sería para hacer un balance, para contar mi propia historia por insípida que ésta fuese.
En aquellos momentos me despreciaba tanto que me reí de mi misma, diciéndome que no conseguiría llenar ni dos hojas. Si yo era una mujer insignificante, una hu­milde pueblerina llegada recientemente a la capital.
      Pero asombrosamente los recuerdos, como agazapa­dos duendes al acecho, comenzaron a tirarme de ropa y pelo, ansiosos de ser redescubiertos, llenándome de sen­saciones rescatadas del más imperdonable de los olvi­dos.
Escribí hoja tras hoja, maravillándome de que lo que prometía ser simplemente varias líneas, se convertía espontá­neamente en diez, treinta, cincuenta hojas, llenas de sucesos que en su día carecieron de valor y ahora, el paso de los años los dotaba de hechizo.
Recordé personajes que contribuyeron a mi carácter. Como mis vecinas tía Mercedes y tía Elvira, la primera solía darme friegas con aceite en la barriga, cada vez que ésta me dolía; la segunda me dejaba acompañarla a dar granos, pan duro remojado en agua y hierba a los ani­males, en su enorme patio, donde había en el centro una centenaria higuera y a su alrededor revoloteaban gallos, gallinas, gansos y patos, una vieja mula nos observaba desde el pesebre del rincón y en el otro extremo varias jaulas de conejos se multiplicaban semana a semana, hasta que el tío Sento llegaba con un afilado cuchillo y medio vaciaba las jaulas en una mañana.
También resurgieron mis amigos y amigas, juntos co­rreteábamos por los alrededores del pueblo; en las cuevas jugábamos a hombres prehistóricos, y en el descampado del tío Rufo, cerca de la herrería, imaginábamos ser hombres del espacio subidos en los remolques que estaban a la espera de ser reparados y soldados. Recordé el agua fresca y limpia corriendo por los regueros de las huertas, nuestros pies chapoteaban en ella, y al beber nos lavábamos la cara salpicándonos mutuamente. ¡Cómo volvíamos a casa llenos de rascaduras en la piel, y la ropa sucia, el pelo deshecho y las mejillas sonrosa­das!.
 Rememoré mis años de escuela, aquellos botellines de leche agria en la hora del recreo, los cánticos en el mes de mayo  a la Virgen Maria, los rezos antes de empezar la clase, los castigos por desobediencia y el temor al infierno a la hora de catequesis. Me llegó el olor a flan El Niño y a la malta que mi abuela hervía y colaba todas las mañanas. Añoré las reuniones femeninas en casa de la bisabuela, ya que cuando una celebración familiar se acercaba, las mujeres de la familia nos reuníamos en su cocina para amasar dulces y repostería. Llegó hasta mí el aroma a ralladura de limón y el ruido del batidor su­biendo las claras de huevo hasta punto de nieve. Vislumbré la entrada al forn de cada una de nosotras portando una bandeja con pastizos, rosegones, coca..., allí el calor y olor era tan fuertes que nos envolvían deliciosamente. De aquellas aromáticas nostalgias pasé a escu­char las voces de mis tías recitando recetas y consejos culinarios, de mis abuelas organizando el trabajo, la niña, yo, riendo traviesamente mientras relamiéndome de gusto restregaba con el dedo la masa cruda y deliciosa que quedaba pegada dentro de las tinajas y moldes.
       Viajé luego a la adolescencia, rozando los catorce me puse a trabajar para aportar un duro en casa. El campo durante el día y los estudios por correspondencia por la noche. Evoqué mis visitas rápidas a la pequeña biblioteca municipal, buscando entre los estantes algo para huir de la monotonía rural, transportada por las alas de la imaginación en una buena novela de aventuras. Segui­damente pasé a aquellos primeros ensayos en el grupo de teatro del pueblo. "Dios en el banquillo" fue mi primera representación, apenas si dije dos frases. En "Un cambio de habitación" de Alfonso Pasos fui una de las protagonistas, detrás del telón, espiando entre los plie­gues de la cortina cómo se aposentaba el público, creí haberme quedado sin habla y memoria, pero todo salió bien y el sonido de los aplausos aún me reconfortó en aquellos momentos de remembranzas. Luego vino mi interés por la pintura, la adquisición de lienzos y óleo, el montaje de mi pequeño estudio en el desván de la casa y la creación de mis primeros cuadros, entre viejos muebles arrinconados y goteras en la techumbre.

Evoqué los gritos en casa, los lamentos y resignación de mi madre, los puñetazos sobre la mesa de mi padre, los celos de mis hermanos y una callada soledad por mi parte. Así tomé conciencia de lo que era el mundo adul­to. Desenterré de mi corazón aquel desamor que me hi­zo querer morir por un tiempo, y luego sonreí al recor­dar la llegada del hombre que me mostró qué era la pasión. Con él decidí compartir el resto de mi existencia, eché raíces y de ese árbol de vida nacieron tres hijos.
    También recordé a mi abuela Pepita, con la que dormí varios años tras quedarse ella viuda y trasladarse a mi casa. Vislumbré su mirada dulce posándose sobre mí, sus abrazos durante la noche, sus consejos y preocupación por mi a medida que crecía y me hacía mujer.
Y entonces apareció en mi mente la bisabuela Pepa. La que tanto me quiso. Con escasos yo cinco años solía sentarme sobre sus faldas, anchas y negras, y en el patio, buscando la tibieza del sol del mediodía, o al lado de la chimenea, al calor de las brasas en un día frío, me re­lataba historias pasadas, que me dejaban asombrada. Cuántos infortunios superó la vieja abuela. Sobrevivió a la pena de ver morir jóvenes a sus cuatro hermanos: la cucaracha, y un resfriado mal curado se los llevó de uno a uno sin alcanzar los treinta años. Luego la crianza de sus seis hijos, el pesar por la muerte de Tomasito con po­cos meses de vida: la meningitis fue la culpable. La boca desdentada de la nonagenaria Pepa no paraba de su­surrar a mi oído. También entre sus relatos hubo risas y aventuras un tanto cómicas. Como la de aquel tío abue­lo que volviendo de las Filipinas se trajo un pequeño mono tití que tras un enfado del capitán, fue arrojado por la borda en pleno océano.
Pero la vieja abuela Pepa me enseñó la lección más importante que me enseñaron jamás: no debía sentirme inferior a nadie, ni rendirme fácilmente. Tenía que en­frentarme a todo, hasta a la muerte.
Veréis, cuando las campanas repicaban con un tañido lento y triste que envolvía todo el pueblo... ella salía a la calle, hablaba con el que pasase en aquel instante y en­trando en casa, cogía mi mano pidiéndome con una cómplice mirada que la acompañase. Mi escasa edad aportaba pasos cortos que se acompasaban bien a los su­yos, cansados por sus muchos años. Juntas recorríamos las calles hasta encontrar el destino de aquella ocasión.
Entrábamos en una casa y Pepa, sin soltarme, hablaba con gente llorosa, vestida de negro de pies a cabeza. Entonces venía la segunda parte. Llegábamos a un dor­mitorio, siempre eran dormitorios, y sobre la cama esta­ba tendido un cuerpo inerte vestido de negro, descalzo. Si eran hombres llevaban calcetines gruesos; si eran mu­jeres, medias. Lo recuerdo muy bien porque mi bisabuela me había adiestrado a que yo, en un descuido y con disimulo, le tocase el pie al difunto en cuestión. Terminada  la ceremonia del pésame y ya en la calle, a cierta distancia de la casa venida en desgracia, la vieja abuela Pepa se detenía y me miraba, me preguntaba: ¿Has te­nido miedo?.
Y yo, sin fuerzas para hablar le negaba con la cabeza es­perando que ella rematase la lección con aquellas pala­bras que siempre me inculcó:  
- A los muertos no hay que tenerles miedo, ni a los vivos tampoco. Has de ser va­liente: Obra como te dicte el corazón, sin hacer mal a nadie claro, pero, bonita, jamás te acobardes. Los pro­blemas no se resuelven mirando hacia otra parte. En­fréntate a ellos. Respeta a los demás, ayuda al que lo necesite, pero en ninguna ocasión te dejes pisar. Tú tienes tu amor propio, que no es lo mismo que orgullo. De­fiéndelo. Si eres capaz de tocarle un pie a un muerto... serás capaz de cualquier cosa que te propongas.
Terminaba asintiendo con la cabeza, mientras me ob­servaba intentando percibir alguna duda en mis ojos, luego, satisfecha, echabamos a andar, apretándome la mano fuertemente.
Mi bisabuela Pepa murió una tarde de agosto, yo tenia escasos dieciséis años, a ella le faltaban tres meses para los cien. 
Dos días después de muerta la vi en el pa­sillo. Me eché a llorar,  tuve miedo y al mísmo tiempo ra­bia por desobedecer lo que ella me enseñó: no temer a los muertos. Salí corriendo. Al día siguiente la volví a ver, esta vez en mi dormitorio. Pero en esta ocasión ce­rré los ojos y le rogué que hiciese su camino. Que yo ha­ría el mismo. Recé con todas mis fuerzas en silencio. Al abrir los ojos ya no estaba allí. Aquella extraña y trans­parente imagen quedó grabada nítidamente en mi cora­zón. Porque la figura que yo reconocí como mi bisa­buela Pepa, no era la figura que había conocido desde que nací: una viejecita encordaba de los ochenta y cinco a los cien años, vestida de negro de pies a cabeza. La  inquietante figura que yo vi era la de mi bisabuela con treinta, cuarenta años, y que por intuición dí por cierto que era ella. Años más tarde la vida me reafirmó en aquella conjetura, rebuscando entre fo­tos viejas, encontré una suya junto a su marido e hijos en edad temprana (mi bisabuelo y tíos abuelos); al contem­plarla reconocí a la mujer que vino a despedirse de mí después de muerta.

También reviví mi paso de mujer a madre, los partos y el pánico que sentí preguntándome qué hacer con aquel pequeño trozo de carne que lloriqueaba entre mis brazos. Yo era la responsable de su supervivencia, de guiarlo y convertirlo en un adulto seguro y equilibrado. Recordando a mis hijos pude sobreponerme y decir­me que por ellos, y por mí... yo debía echar adelante. No iba a tener miedo. Ni dudas. Porque yo bien carecia de estudios superiores, bien podía proceder de una familia humilde y mi marido ser un modesto mecánico, pero yo en cambio poseía un gran  tesoro: sabía quién era, y qué fuertes mujeres me habían mostrado qué es la honradez y el valor, dedicándome amor y compañía mientras yo cre­cia y ellas se despedían de la vida.

 Terminada aquella sangrante aunque fructífera confe­sión, me deshice  del disfraz de enojada madrastra de Blancanieves a la que tanto desagradaba mirarse en el espejo, para convertirme nuevamente en una mujer car­gada de planes e ilusiones.
Si el traslado a Castellón despertó mi conciencia de su letargo, ahora no era el momento de continuar auto­-compadeciéndome. Si durante unos años estuve aislada de la actualidad dentro de esa burbuja de cristal llama­da hogar y ahora pretendía buscar mi lugar dentro de la sociedad, no existía otra solución que dar la cara y po­nerme al día, por duro que fuese. O, como romántica­mente diria alguna de mis heroínas nacidas sobre el pa­pel: Debía de renacer de mis propias cenizas, tal y como si fuese la mítica Ave Fénix.
Siguieron semanas de búsqueda, ésta vez de cursi­llos de formación. Asociaciones, Escuelas para adultos, INEM, todo era válido. Continuaron meses de informá­tica, inglés, técnicas de búsqueda de empleo, mecano­ grafía, contabilidad elemental,... alguno de esos mini cursillos me servirían para encontrar un trabajo, aun­que fuese de media jornada.
Durante varios días apenas dormi, me despertaba con una inquietante sensación recorriendo mi cuerpo. Un extraño sueño durante una noche de domingo me hizo presentir que algo trascendental iba a sucederme.
        Amanecido el lunes, al volver de acompañar a Lluis al colegio, pasé por el kiosco y compré el  periodico De tot. Estaba impaciente por abrirlo y al mismo tiempo aterrada. Te­mía otra decepción más, no obstante, aquella intuición que pocas veces me falla me aportaba ciertas esperan­zas. Alargué la agonia preparándome un café y sentán­dome con parsimonia en el sofá. Sujeto al lóbulo de mi oreja derecha, un bolígrafo esperaba rodear con un cír­culo azul varios anuncios con ofertas de empleo.
Lo leí sólo abrir la primer hoja. Pero no quise creerme que aquello fuese para mí. No podía tener tanta suerte. Entonces, de improviso, recordé por qué apenas concilié el sueño la noche pasada. Estuve en conversación con mi bisabuela y abuela, sentadas las tres delante de la chi­menea. Ignoraba qué me decían, pero seguro que se relacionaba con lo que encontraría en aquellas hojas amarillas llenas de letras de imprenta. ¿Mí destino?. ¿Y po­día ser ese? Imposible. Así que deslicé mi mirada por el resto de los anuncios. Ignorante del primero. No podía ser el primero.
     No sé por qué sudaba, ni por qué mis ojos volvían al primer anuncio. Una y otra vez. Hasta que me dije: Está bien, me rindo. Lo intentaré. No ten­dré miedo.
Y leí, esta vez con voz alta, el primer anun­cio: 
- "Empresa sólida en el sector cerámico busca mujeres con experiencia que sepan pintar azulejos a mano. Dirigirse a...".
     Yo, pintora de azulejos a mano. En mi vida había he­cho tal cosa. No conocía para nada la industria azulejera, ni tenia por supuesto experiencia en el trabajo. Sólo había pintado insignificantes cuadros al óleo, alguno en acuarela. Me había preparado para buscar trabajo como recepcionista, como contable, no para aquel trabajo al que mis ojos y corazón me atraían. 
¡No tengas miedo!...  - de­cía la vieja abuela Pepa - ...  ¡ Adelante! - la apoyaba mi abuela Pepita.
- ¡Está bien, está bien! -  me dije haciendo círculos y círculos alrededor del anuncio con mi bic  azul...
Fui al la­vabo, me lavé la cara y me contemplé. ¿Quien era aque­lla mujer que me devolvía la mirada un tanto asustada?. Eres tú Isabel. Eres tú con cuarenta años y una vida por delante. Hasta ahora has sido la hija de, la esposa de, la madre de. Sé a partir de hoy, de ahora, esa mujer a la que tanto le gusta pintar, y gánate de paso la vida con ello. Demuéstrales que puedes. ¡Tú puedes!. Tienes dos ojos, manos y cerebro. ¡Y no tienes miedo!. ¿Qué puedes per­der por intentarlo? . Puedo hacer el ridículo. Es cierto... ¡ puedo hacer el ridículo!. Pero qué importa. Nadie te conoce. ¡Ríete de tí misma!. Antes de que lo hagan los de­más.
Así pues tomé el cepillo, me hice el pelo rápidamente, luego busqué el rimel y el pintalabios,  intentando camuflar la angustia de mi rostro. En el comedor des­plegué sobre la mesa el callejero, miré dónde quedaba la dirección. Si queria ir hasta alli tendría que coger el coche. ¿Y si esperaba la llegada de mi marido?. Podría acompañarme él. Pero no tenía por qué ser tan cobarde, ni depender de nadie.


¡Vamos, adelante, el camino se hace andando, y aunque te caigas y te des de morros, debes volver a levantarte, y echar adelante, siempre adelante!.
Con reservas llamé por teléfono. Inesperadamente la telefonista de la empresa me dijo que podía subir en aquellos momentos para la entrevista. Contesté con un débil "sí" pidiéndole que me explicase por dónde quedaba. Anoté rápidamente conceptos básicos como "segunda rotonda pasada la cárcel a la derecha". Desco­nocía el lugar pero igualmente dije que llegaría en me­dia hora.
Mecánicamente busqué el carnet, las llaves del coche y me subí a él. Tenia una hora y media antes de que saliesen los niños de la escuela y llegase mi marido a casa para comer. Se preguntarían dónde estaba la ma­dre, la esposa que les tenia habitualmente preparado el plato de caliente sobre la mesa, la ensalada aliñada y los postres recien hechos. Por mucho que se preguntasen no acertarían a intuir que su madre, su esposa, estaba a punto de hacer una locura y el mayor ridículo de su vi­da. Por el camino me daba ánimos. Desorientada paré varias veces en el arcén, advirtiendo por primera vez el gran número de camiones cuba, furgonetas y coches que transitaban por aquella carretera de segunda. Al fin vislumbré el rótulo de la empresa. Era una nave enorme y un parking con cerca de cien coches en él. Dios mío. Qué he hecho. Las piernas me temblaban. Debía de aparen­tar seguridad. Muchas veces había ido a una entrevista con la sinceridad como bandera y la creencia de que no estaba a la altura de las circunstancias, por lo que los re­sultados habían sido negativos. Esta vez no seria así, iba a mentir, iba a arañar, iba a atacar de frente. Quería un trabajo. Quería ese trabajo. 
Aparqué y me dirigí a las oficinas. La telefonista-re­cepcionista me indicó que aguardase unos momentos. Sentados en un sofá varios hombres de edad madura rellenando formularios, intuí que también buscaban traba­jo. Nos observamos mutuamente, con reparo. Entonces llegó una mujer, contaba con algunos años más que yo. Me miró y me tendió la mano. Pasadas las mutuas pre­sentaciones, ella era Helena, la encargada de la sección  del Pintador, me preguntó por mi experiencia. No mentí del todo. Acepté mi nulo conocimiento en una industria azule­jera, pero exageré con mis técnicas pictóricas, dije que había hecho cursillos de dibujo y pintura en asociacio­nes vecinales, que sabía pintar en óleo, sobre cristal, te­las, figuras de yeso y platos de cerámica. Ella me pro­puso hacer una prueba y yo acepté. La seguí por una se­rie de corredores hasta llegar a la gran nave. Nunca ha­bía visto una fábrica, y mucho menos de Tercer Fuego.
Estaba aturdida, pensando en la prueba, ¡tierra trágame! Y mirando, sin ver, aquel amasijo de gente trabajando, la mayoría mujeres,  de máquinas, tuberías y sonidos ex­traños hasta entonces... con el transcurrir del tiempo aprendí a distinguirlos y reconocer qué eran las Líneas de Serigrafía, de Volumen, los Hornos que alcanzan has­ta algo más de mil grados, el Laboratorio, la Cortadora... por todo ello pasé yo aquella mañana, como envuelta en una nube. De pronto Helena se detuvo delante de unas anchas puertas corredizas, las abrió y una sala de cerca de ochenta metros cuadrados, rellena de mesas largas, quedó a mi vista. Doce rostros femeninos se levantaron del azulejo que en aquellos momentos pintaban para posar sus ojos sobre mí. Las bocas más cercanas saludaron con un escueto "hola". Helena pidió pintura, pincel y varios azulejos. Alguien se los acercó y habló con ella unos instantes. Yo no era yo. Ni recuerdo con nitidez qué me dijeron ni qué hice. Sólo atino a recordarme pincelando unas flores sobre la base blanca con relieve de un azulejo. A continuación Helena me pidió que la si­guiera. Yo me encontraba cada vez más aturdida... todo era tan rápido y transcendente.
Salimos del Pintador. Volvimos a cruzar entre las  lí­neas de serigrafía y hornos. El ruido interrumpía la conversacion, así que Helena optó por esperar a alcanzar el exterior. Acompañándome hasta el parking me pregun­tó si estaba casada, le dije que sí temiendo que me pre­guntase a continuación el número y edad de mis hijos. Ya me  veía en la lista negra en cuanto dijese que tres y que el pequeño apenas contaba los cuatro años. Pero no lo hizo. Sólo me miró y me preguntó si podría subir por la tarde con mi cartilla de la seguridad social, el núme­ro de una cuenta corriente donde ingresarme la nómina, el NIF y el DNI. Me explicó las condiciones del trabajo y el contrato, el sueldo, el horario y que si estaba dispues­ta a madrugar al día siguiente. Entraría a trabajar en el turno de la mañana, de seis a dos. A todo dije que si. Incrédula y turbada.  Helena sonrió, dió por zanjado el asunto, me tendió la mano, se la apreté y se despidió alegando mucho trabajo, los preparativos para la feria de Cevisama no la dejaban tranquila ni un momento.
Entré en el coche, arranqué y salí de allí. A un kilo­metro tuve que aparcar en la cuneta y limpiarme los ojos. Estaba llorando. ¡Todo había sido tan fácil!. Asi, sin más, después de tantos meses de búsqueda, una mañana a lo tonto me encuentro con trabajo. ¡Y con un tra­bajo que amaba!
Así te cambia la existencia, así suceden las cosas. Rá­pidamente la vida te da un vuelco, unos tienen un accidente y mueren o quedan inválidos, a otros les toca la lotería, otros descubren que su cónyuge tiene un aman­e y otros... dejan de engrosar la lista del paro.
  
Con el tiempo aprendí los diversos departamentos de una azulejera, y las distintas y desconocidas para el pú­blico "técnicas de pintado a mano, utilizando pinceles, peras, calcas, o simples esponjas.
También descubrí la razón por la que Helena me dio trabajo. En el fondo de mis ojos vio la desesperación, que le recordó su propio desánimo cuando años antes estuvo en una situación parecida a la mía, pero ella se encontraba recién separada y con dos hijas a su cargo. Entonces alguien le tendió una mano, le ofreció una oportunidad, y ella, ahora, tendía manos y daba oportunidades a las mujeres, que como yo, habíamos dejado de ser jovencitas y la sociedad nos aparcaba sin compasión.
Aparco en el parking, cerrando el coche saludo a mis compañeras. Estacionan a mi lado Lourdes y Asun, ro­zan las dos los cincuenta, pero también está Angeles, Beatriz, Noemí... ninguna alcanza los treinta. La empresa se encuentra cerca del pantano de Maria Cristina. Es una noche de verano. Miro el reloj de pulsera. Las seis menos diez. Tiempo suficiente para fichar y sacar un cafe de la máquina antes de ponernos a pintar. Las estrellas todavía destellan en el cielo aunque se percibe un tenue clarear de día, las montañas y el pico del Penya­golosa nos espían entre las tinieblas, desde su majestuo­sidad milenaria. Respiro hondamente. A pesar del aire contaminado percibo el olor de pinos húmedos de rocío. El rumor del ramaje mecíéndose por la brisa nocturna. No puedo evitar sonreír al pensar que sigo siendo de pueblo. 
Un escalofrío me invade el cuerpo. El recuerdo de mis abuelas me humedece de pronto la vista. Les pido que me  dejen tranquila. Si quieren hacer compañía a alguien que la hagan a sus bisnietos, mis hijos, que nun­ca las conocieron pero pueden hacerlo a través del mun­do de los sueños. Yo he de serenarme, nadie debe de no­tar estos sentimientos mios, tan extraños. De saberlo mis compañeras creerían que estoy chiflada, y puede que acertaran. Quién habla con muertos. Sólo los locos.
Pero tal vez no sean espíritus de otros mundos los que me acompañan esta mañana, y en otras ocasiones.
Quizás son vivencias pasadas, que me dan calor y apo­yo en momentos de flaqueza.
Como el árbol que tiene profundas raíces y sobrevive al azote de vientos y tem­pestades.

Cruzo el parking rápidamente, entro en la nave de Tercer Fuego y ficho.     El reloj de la empresa me marca las cinco y cincuenta y cuatro minutos. Voy a por mi segundo café del día. Y luego... a trabajar.

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